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MAGNITUD.


Le gusta quedarse al final de la tarde contemplando la puesta de sol en aquel horizonte. Un horizonte que quizá sea el mismo que el de su infancia. En esos colores del ocaso sigue habitando la resonancia del mundo que era todo un mundo. Un tiempo que en su cabeza no ha podido ser olvido. Allí están las horas de faena, las de cada estación, año tras año. Le gusta quedarse solo por esa finca, hasta bien entrada la noche del verano. Siempre ocurre en las noches de verano. Su cabeza se pasea por toda una vida, recuerda a todas aquellas personas que le quisieron, a las que él tanto quiso, esas que también fueron hijas de la tierra. En esa hora de silencio del atardecer, es cuando él, con su grandeza de alma, vuelve a ser niño. Y se deja llevar por el recuerdo; tan lleno de risas, tan lleno de esfuerzo, tan lleno de esperanza por todo aquello que aún está por nacer. Ser nacido de la tierra. Tierra, palabra que le ilumina los ojos, no sé si por el llanto o por la emoción, y es evidente que esa palabra, así, tan sola, le sostiene.

En cualquiera de las noches claras del verano, lo podrás ver sentado en el esquinazo de la huerta, así, casi inmóvil, mirando al horizonte de colores no muy precisos; entre rojos anaranjados, naranjas rosáceos y las huellas de un azul que no quiere dejarse arrastrar. El sol comienza su despedida, y es entonces cuando si lo pudieras ver de cerca, encontrarías una sonrisa. Es cuando su mirada sale al encuentro de todo aquello que se ha sentido tan hondamente, que se lleva tan arraigado en el alma porque es la raíz, la raíz de tu vida: el trabajo de la tierra. Y recuerda cada hora dedicada al milagro de vida que el cultivo de la tierra celebra. La tierra, tu tierra, la que te vio nacer, la que te regaló lo que hoy eres. Horas de faena, de risas y desasosiego.

No siempre permanece sentado, también le gusta caminar por los recovecos de esa finca del alma. Muchas veces lo verás paseando, como si se dirigiera hacia el horizonte. Entonces podrás definir su figura alta, elegante, y con ese caminar tan especial al que siempre le has sabido reconocer el sonido. A veces se agacha, y con su mano coge un trozo de tierra. Se queda con ella en el puño, no sabes bien si lo aprieta, o si lo está meciendo, y sigue caminando por todo ese horizonte. Si es una noche clara, lo podrás ver perfectamente. Pasos tranquilos, ausentes, habitados por otro tiempo. Y una sonrisa que quiere ser llanto, pero que no lo consigue. Por encima de todo, él siempre se mece en la gratitud. En el sentido y profundo respeto que le tiene a ese trozo de tierra, ese trozo que otros cuidaron antes que él, y que él siente tan cerca. Y sigue recordando, meciéndose por la presencia de las personas que fueron todo su mundo, que le dieron todo aquello que ahora él es. Grandeza y serenidad. Hijo de la tierra.

Camina al encuentro de toda su vida, a la búsqueda del equilibrio de los ojos que le ayudaron a crecer, quiere volver a tocar la fortaleza que le regaló el trabajo duro de esa tierra, volver a reconocerse en la paciencia infinita de quien se siente hijo. Y es que él, cuando está delante de esa tierra, se siente, sobretodo, hijo. Cuando se depende de la tierra se aprende algo de infinita sabiduría: a saberse hijo, pacientemente hijo. Esa humildad que se sabe pequeña, que se reconoce a la sombra de algo que es mucho más grande. Sabiduría consciente de ese Alguien que proveerá, que no te va a dejar caer del todo. Nunca. Cuando eres hijo de la tierra, aprendes a vivir en la esperanza. Y esa esperanza late en esos instantes de noche clara en que lo observas allí, en el camino que va al horizonte. Entonces te encuentras con una certeza; quien ha sido hijo la tierra, es quien mejor sabe ser hijo de Dios.

_ Hoy estuve en Picoverde, era una noche clara. ¿Tú sabes qué agusto estuve allí?. Cuando me quise dar cuenta eran ya las doce de la noche. Pero qué bien me encontraba, cuántas cosas volví a ver, pensamos que se olvidan, pero no, allí estaba todo. ¡Qué rato tan agradable pasé! No sabes bien…

Y pude ver su alma serena y su mirada infinita. Y sé que me lo quería regalar, pero no encontraba las palabras. Y me di cuenta que yo habría querido estar allí, al lado de su presencia, haber podido tocar aquel tiempo, aunque sólo fuera una vez, habitar a su lado esa noche clara de verano. Pero sabes que hay momentos que sólo le pertenecen al alma, en los que nadie puede ya entrar. Sólo el silencio es capaz de sostenerlos.


(...)


"¡Es tan corto el tiempo que tenemos para saciar nuestros ojos, siquiera con este silencioso esplendo de la noche! (...)

Y evocar los sueños y el paraíso de tu infancia como siempre, o los rostros y los ojos y el ánimo, o el llanto y la tos de quienes siendo nadie, han importado más que un César o un filósofo para ha-cer-te hombre. (...)

Narrar es encontrarte con rostros que nadie conoce excepto tú, con voces que nadie ha oído sino tú, pero sólo si sabes donde están esos rostros y aguzas el oído para escuchar su voz; sólo si acudes al suburbio de la pobreza y de la historia, a sus subterráneos."
José Jiménez Lozano