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NIEBLA


Te asomas al abismo cada vez que aquella escena se te queda en la mirada, cuántas veces me he dicho esto a mí misma. Ahí, de repente, te encuentras con esa soledad que no quisieras mirar. Te falta ella, tu madre, su silencio.

No comprendes cómo pudieron suceder así las cosas. Pocas veces te habías dado un respiro en esos últimos años, tiempo en el que te llegaste a acostumbrar al ahogo, a esa falta de aire que es siempre la no pertenencia del tiempo que nos es propio. Tu tiempo, todo él, era para ella. Y un día, sin esperarlo, te encuentras con que todo el tiempo de nuevo es tuyo. Y tú no quieres todo ese tiempo, ya no, pero estás ahí, con todo, y te sientes aún más ahogada que cuando no tenías aire.

_ Mamá ¿estás a gusto?... te dejo sobre la mesita la radio encendida ¿vale?, y más hacia la pared el vaso de agua. Ten cuidado no lo vayas a tirar. El interruptor de la luz lo tienes cerca también, por si quieres apagar la luz antes de que yo llegue. En la radio se escucha ese programa que te gusta, a ver si así te entretiene un poco. Enseguida vuelvo. Ah… y las gafas de cerca las tienes sobre la mesilla también, y ese librillo que te gustaba leer… Un beso, enseguida vuelo ¿eh?...

Y recuerdas el beso que le diste, lo recuerdas en su exacto sonido e intensidad. Lo recuerdas volandero y alegre, pero también culpable. Sólo después has sabido de su profunda culpabilidad. Qué inteligencia en los sentimientos, te dices muy a menudo. Esos sentimientos que nos embargan, que no sabemos muy bien a qué se deben, y que están ahí. Que siempre están por algo. No eras consciente, pero ahí palpitaba ya una realidad, ahí, en ese beso. La culpa vino detrás.

_ Hija mía, no hace falta que vuelvas pronto, mujer, que el bar de la esquina está justamente ahí, ¡a la vuelta de la esquina! Entretente con esos amigos. Casi no conoces gente, ya no tienes amigos, así que, entretente… por lo que más quieras. Que mira que te has vuelto sosa. _ Me lo dijo con una sonrisa profunda, serena y sabia. Y sé que dijo una gran verdad. Así era mi madre; de verdades tranquilas.

Y era cierto, sí. Me había vuelto una persona taciturna, con la mirada inversa; ya no miraba lo de fuera, sino que desde hace no sé cuánto tiempo, esa era la verdad, mi mirada se tornaba siempre hacia lo que no tiene sonido. Todo era visto desde la niebla. Incomprensible. Desconozco el momento exacto en que dejé de mirar el mundo con interés. Mis ojos se volvieron miopes. Mirada alejada de lo asible, acomodada en la rutina, yo no permitía a mis ojos ir más allá. Y el alma siempre entre sentimientos desencontrados, y paradójicamente, acomodada en aquel aire tan sin aire.

_ Eh… mamá, ¡no me tomes el pelo!… _ sonrío con sus ocurrencias, solía suceder a menudo_ pues mira que no soy yo simpática y agradable. Y el pescadito ese que te di a la cena ¿eh?... ¡anda que no cocina bien tu hija!... menuda dorada con ese toque a limón agasajado con un buen caldo, y esa cebollitas francesas…. Y mira, que bien lo sabes de buena tinta, que quien no es alegre, no cocina bien... ¡sosa yo!... ¡dice!… Ya lo creo que lo sabes… sosa dice… según me salen las doradas…

_ Anda, anda… venga, que se te hará tarde si te lías haciendo el tonto. Encima van a pensar que eres una pesada… pásalo bien. _ Me despidió haciendo un gesto suave con la mano. Fue una gesto liviano, sereno y que yo entonces, lo observé como a cámara lenta. Jamás olvidé sus manos, cada uno de sus pliegues.

Así que esa noche me dio gusto salir. En mis piernas aún podía sentir el recuerdo de las prisas, de esa emoción contenida con que yo salía de casa en aquel otro tiempo en que mi vida era otra vida. Salía primero con la mirada, eso siempre, y mis pasos la seguían después. Era un caminar de apariencia reposada, pero se podía intuir en cada paso la expectación y la emoción contenida. Me reconocí de nuevo siendo aquella cría, en aquella emotividad expectante.

Llegué a la calle y la brisa fresca me hizo parar, quería respirarla. Nerviosa me puse en camino hacia el bar de la esquina. Allí me esperaban Miguel, Leonor y Juan. Compañeros casi desconocidos, pero compañeros. Solían tomar un café a esas horas todos los días, y como yo vivía cerca me preguntaron que por qué no me animaba a bajar con ellos un rato. Y me animé. No sé si fue un cumplido su oferta, o si fue verdadero interés, el caso es que la invitación me devolvió el recuerdo de quien yo era. Y allí me encontré, de camino al bar de la esquina. Nerviosa empujé la puerta y traté de sonreír pausadamente. Como si fuera un gesto mío habitual, sonreír, y salir todas las noches a tomar un último café en compañía.

Fue la última sonrisa, yo en ese momento no lo sabía. Creía volver a nacer en ese instante en el que parecía encontrar un futuro al lado de unos amigos. Echaba de menos eso, a los otros. Cuando volvemos a sonreír así, al lado de alguien, nos sentimos nacientes. Pero ese, mi nacimiento, no fue tal. Ese velo entrevisto de la amistad sólo fue un fotograma, un instante. Fugaz. Aquella que parecía mi primera sonrisa en realidad sería la última. No tuve la valentía de asirme a la mirada de esos, mis posibles amigos. Después de aquella noche, la culpabilidad de aquel último beso me aplastó. Y ya no fue posible regresar a la mirada, a la mirada que vuela alto.

No te pude decir adiós, madre. No estuve ahí, y cuando regresé, tú ya permanecías sostenida por la sonrisa más infinita: la eterna. Tú descansaste. Yo… me quedé en esta culpabilidad, en este abismo del no retorno, con todo este tiempo que me habita para mí sola. Me quedé echándote de menos, siempre de menos, en todas estas horas oscuras que me quedaron después. Horas que ahora sólo son mías. Mías. Porque ya no hay nadie más. Nadie. Sólo la culpa.


(...)


"Tener nombre es tener un origen claro, pertenecer a una estirpe, tener un destino. Sentirse llamado con voces inconfundibles, sentirse ligado y obligado. Es el peso, la llamada de los que se llamaron como nosotros.

Hemos de volver la vista el pasado, a los instantes que son nuestra raíz, que son todavía nuestro ayer, para poder encontrar la esperanza perdida."
María Zambrano.