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PARA MACONDA

Tu nombre me suena a canto, me regala la altura que sólo la voz humana puede entonar. Suena alto tu nombre. Tiene la brisa fresca de las hojas de un árbol que se eleva hasta el cielo, tocándolo. Leo tu nombre, y eres aire. Emoción al saberte. Eres única… y aún permaneces. Me emociona tu presencia aquí, fiel a mis palabras.

Nada sé de ti, sólo conozco esa sonrisa de niña tímida, con la mirada escondida, risueña, reposada en el reverso de las cosas. Me recuerdas a mi hija. Esa niña de pelo castaño en la que te escondes se me figura inmensa, con unos ojos de luna, y una sonrisa a medio esbozar. Tú siempre aquí en mi mundo de palabras sin sonido. En este mundo de palabras perdidas te apareces como un sol, eres esa pequeña candela que ilumina las horas de mis palabras desconsoladas y sin destino. Eres su consuelo. Eres los ojos que las sujeta firme a esa página en blanco que es la mirada cuando se enfrenta a las palabras.

Maconda, te pronuncio letra a letra y mi sonido es una oración; por tus silencios, por tus deseos, por todo aquello que anhelas y aún no has acariciado. No sé por qué, te imagino siempre niña. Y quizá no lo seas. Quizá tu mirada sea aún más alta que la mía. Una mirada que se me figura como un cuaderno donde dejar en reposo estas palabras que no saben muy bien a dónde quieren llegar. Ni siquiera saben muy bien por qué nacen, qué es lo que las empuja a ser nacidas, a quedarse aquí colgadas, así, tan perdidas, en todas esta aldea global, en toda esta euforia que grita y no sabe certeramente qué reclama. Y sin embargo sé, desde hace tiempo, que no están perdidas, que reposan serenamente en tus ojos.

Nunca sé por qué escribo, y ya ves, sí sé para quién. Ahí estás tú, Maconda. Y me quedo perdida en el sonido de tu nombre, en su brisa fresca, e imaginando tu altura. Esa desde la que tus ojos miran las cosas, desde la que a modo de pequeña candela, sujetas cada palabra que aquí se queda, así, como perdida y a la espera de que tú las recojas. Tus manos también las imagino infantiles, pequeñas. E intuyo que recogen las palabras que dejo con el mismo movimiento que tienen las manos de mi hija. Suave y lento.

Desde lo más profundo del pensamiento, mis mejores deseos son para ti, niña de ojos serenos. Niña de alma generosa a la que no le importa quedarse aquí, sola, sujetando un poco de luz sobre mis palabras. Eres lo mejor de este espacio. La presencia que en silencio, se agacha a recoger cada una de mis palabras. Gracias.


(...)


Atreverse a ser enteramente uno mismo, atreverse a realizar un individuo, no tal o cual, sino éste, aislado ante Dios, solo, en la inmensidad del esfuerzo.
Kierkegaard