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NO PASA NADA


Nos bajamos en una estación desconocida. Sí, allí era. Allí nos iría a buscar Leonor. Hacía muchísimo tiempo ya que no nos habíamos vuelto a ver. No conocía a mi hija. Ni siquiera yo sé si la reconocería a ella; habían pasado demasiados años.

Salimos de la estación por los entramados de túneles, de pasadizos y por fin encontramos la calle. Estaba anocheciendo, y la temperatura me había sorprendido por su frescura. Siempre pensé en su ciudad con ambiente cálido. Esperamos un ratito y oí su voz que salía de un coche, su voz no había cambiado. Quizá el tono de nuestra voz sea la manera que tenemos de ser eternos, pensé.

Bajó del coche y sonreí. Me impresionó su aspecto descuidado, su poco interés hacia sí misma. Yo no la recordaba así. Esa no era la estela de su recuerdo. Su rostro estaba cansado, débil, y sorpendía en él un rictus potente, un reflejo de soberbia. No le di importancia. Algo me dijo que estaba ante una completa desconocida. Algo me dijo que al lugar al que había ido era totalmente contrario a mí. Esa no era Leonor.

Subimos al coche. Mi hija sonreía aparentemente feliz, distante de mis impresiones. Leonor había venido acompañada de su perro, un perro que se me antojaba totalmente antipático pero que a mi hija le pareció maravilloso. Ella iba ensimismada jugando con él, abstraída, como si lo de fuera no se posase en su mirada, aunque vete tú a saber. Los niños son capaces de intuir muchísimo más de lo que imaginamos, incluso cuando permanecen en otras cosas, aislados en su momento.

_ ¿Qué tal habéis hecho el viaje? Tenía muchas ganas de que llegarais, siento haber llegado un poco tarde, se me complicó a última hora un trabajo que tenía que dar por terminado y no me di cuenta de qué hora era. _ Lo decía sin demasiado sentimiento, parecía lejana a la conversación que mantenía. Leonor tenía una presencia ausente.

_ No te preocupes, no tiene importancia. ¿Qué tal estás?_ Mis palabras se intentaban acercar a ella como en silencio, sin pretender ser un barullo. Algo me decía que su vida no estaba bien. Que ella no estaba bien. Y yo no quería avasallar su pensamiento. Quizá no habíamos llegado en un buen día.

_ Bueno, bien, pero mal. En mi casa ha ocurrido una desgracia._ Lo dijo rotundamente.

_ ¿Qué ha ocurrido?_ Pregunté algo alarmada, también agobiada por ser una molestia, por hacerle perder un tiempo que quizá necesitase para estar sola, a su aire. Yo necesito aislarme para asimilar mis descalabros, y pensé que a ella le gustaría también estar sola. _ ¿Y cómo no me lo has dicho?, ¿cómo no me llamaste y hubiéramos pospuesto este viaje para otra ocasión en que tu te encontrases mejor?_ Se lo pregunté con verdadera angustia.

_ Llevo toda la noche sin dormir, llorando. Mi hermano se va a separar. Estamos todos muy disgustados. Ha sido un palo enorme.

Mi silencio se hizo enorme. No sabía qué decir. Pensé incluso que la situación era muy cómica si no hubiera sido porque era consciente de la crueldad de su poca empatía. De su poca capacidad para saber mirar al interlocutor que tenía delante. Ante mi perplejidad busqué palabras de consuelo, palabras que animasen a alguien que no es capaz de salir del límite de su propia cáscara y mirar el otro lado. Fui consciente de la realidad: Leonor seguía siendo la misma. No había cambiado nada. Y yo no sabía muy bien qué decir.

_ Son cosas que pasan, es cierto. Procura no pensarlas mucho, deja que discurran a lo largo de los días, en el tiempo, sin tocarlas. No las pienses. No juzgues. Ni siquiera depende de ti su evolución, y lo que es más importante, esto no te está ocurriendo a ti. Leonor, sobrevuela las circunstancias, las apariencias, la máscara con que la vida a veces nos presenta sus cosas. Ve directamente a la realidad de los hechos y no te entretengas en las profundidades que desconoces. Quizá sea una manera más sensata de pasar por estas cosas._ Se lo dije con todo el cariño que podía transmitir en ese momento de perplejidad. Con toda mi intención de hacerle ver que hay en la vida cosas muchísimo más duras por las que llorar.

Ella me miró un poco distante, sin comprender. No sé si era consciente de lo cómica que era aquella conversación en un coche que transportaba dos mujeres, una niña y un perro. Yo miraba a mi hija de reojo, iba ensimismada. Le estaba dando órdenes al perro sobre cómo se tenía que colocar sobre su regazo. Me hubiera gustado saber qué pasaba en esos momentos por su pensamiento. Necesitaba cambiar el tema de conversación, derivar las palabras hacia lugares más livianos. No quería volver a dejar con mis palabras, la rotundidad de mi pensamiento. Algo me decía que Leonor sería incapaz de comprender. Que me odiaría por ello. Y recordé que a Leonor le encolerizaba que alguien le llevara la contraria en cualquier tema, por muy insustancial que fuera. Es curioso como se nos olvidan algunos rasgos de las personas, como el tiempo rellena de olvido los defectos; me quedé un rato pensando en la persistencia de la memoria sobre las cosas buenas por las que hemos pasado. Me agradó esa inteligencia que posee la memoria. Y me reí incluso de la situación que estaba viendo gracias a mi poca memoria real, tan persistente en lo bueno.

Llegamos a su casa. Era un piso muy grande y deshabitado. No era la ausencia de muebles, ni sus estancias aún por rellenar lo que producía vacío. Era algo que no sabías definir. Mi mirada lo observó sin mucho interés, no encontré ningún rincón en el que poder acomodarme, nada me invitaba a querer quedarme allí. Pensé que sólo eran sensaciones, el eco que tienen las casas cuando aún están por amueblar. La verdad es que en ese escenario tan hueco hasta el perro me pareció un ser cercano, y mira que siempre me he sentido distante ante cualquier animal. Mi hija por el contrario estaba encantada, seguía jugando con eñ perro, intentaba acomodarlo en su regazo. Les miraba y me parecían exactitos. A partir de este viaje empecé a mirar a los perros de otra manera. Cuando pienso en esto, lo interpreto como una especie de regalo.

Dejamos nuestro equipaje en una habitación roja y negra. La peque se sintió maravillada. Le gustaba el rojo, el negro, la mesita, la lamparita. Admiro la capacidad que tiene mi hija de habitar las estancias nada más llegar a ellas. Su capacidad de hacer inmediatamente suyo cada rincón, cada escenario nuevo por el que pasa. A mí esa habitación también se me hizo fácil. A pesar del rojo, a pesar del negro, me sentí cómoda en ese lugar extraño en el que mi hija ya había situado sus pequeñas pertenencias.

Fuimos a cenar, Disfrutamos de una cena frugal, una ensalada fría y un poco de embutido. Se podía sentir cierta distancia en la conversación. Era una conversación algo obligada, y yo me sentía como de puntillas, observando bien dónde se iban a posar mis palabras. Ello no impedía que fuera un tú a tú amable. Yo quería encontrar cierta espontaneidad, pero no fue posible. Leonor pemanecía en su mundo hermético, cerrado a cal y canto, procuraba estar alegre, animada, pero todo era impostura en su rostro. Su mirada no se sostenía frente a la mía; y sentí distancia, una distancia inabarcable, sin fin. Entonces supe que se trataba de una distancia que jamás sería eliminada. Una vez recogidas las cosas, nos fuimos a acostar.

Dormimos muy bien. Eran dos camas unidas, así que podía sentir la presencia de mi hija muy cerca. Qué pequeña era y sin embargo, qué compañía tan enorme a su lado. Su sola presencia hacía que el rojo y el negro tuvieran para mí la vibración del azul y el blanco. Creo que me dormí mirándola. Y que descansé muho. Habíamos hecho un viaje muy largo y yo aún podía sentir en mi cuerpo el eco del traqueteo del tren.

Nos levantamos pronto. Desayunamos medio dormidas. Ese día pasó rápido y lento a la vez. Paseamos largo y tendido por la pequeña ciudad, estuvimos en un jardín precioso, de esos en que la mayoría es césped que puedes pisar, pocos árboles y rodeado de una muralla. Alegría y sol; el perro y la niña parecían dos almas gemelas. Mi hija fue verdaderamente feliz ese día. Yo caminaba a ratos ensimismada en mi pensamiento. Leonor a mi lado intentaba darme conversación, yo la agradecía. Hubo momentos en los que ella parecía llegar a soltarse, que quería entrar en una verdadera comunicación, pero se bloqueaba. Fui consciente de que para ella la comunicación no era posible. Y no fue posible. Yo no sabía muy bien en qué lugar me tenía que quedar; si callada o por el contraio, ir animádola a abrirse. Me decidí por el silencio. Algo me empujaba a quedarme callada, No sabía muy bien qué decir, así que sin más, me recogía de nuevo en mi pensamiento y dejaba reposar la mirada sobre las carreras de mi hija y el cachorro.

El día pasó lento, caluroso. Preparamos la cena a ratos en silencio, y a ratos charlando de cosas triviales. Cenamos animadas. Vinieron unos amigos de Leonor a cenar y ahí fui plenamente consciente de su distancia. De su aislamiento y poca capacidad para dejar las cosas que le importan sobre el mundo. Creo que Leonor nunca ha tenido una verdadera amistad, esa cercanía de alguien que con solo mirarte, te sabe. Y lo he descubierto ahora, treinta años después de haber conocido a Leonor, a aquella Leonor adolescente y alegre. Una pena inmensa se apoderó de mi alma.

Mi hija, que nunca tiene prisa para ir a dormir, me dijo que quería ir a la cama. Me dejó sorprendida, pero pensé que estaría agotada porque no habíamos parado de caminar en todo el día y había hecho mucho calor. La dejé en la cama y vi que estaba muy triste. Le dije que qué le ocurría. Me dijo que no sabía, pero que quería que yo me fuera también a la cama, en ese mismo momento, con ella.

_ No me dejes, mami._ Me lo suplicó. Le hice entender que no podía, que tenía que despedir a los amigos de Leonor, que sería una falta de educación irse tan pronto a la cama cuando hay gente en casa, que eso sólo se les permite a los niños. Y que lo que más me gustaría era quedarme allí.

_ Más tarde vengo ¿vale?_ Le di un beso y se quedó conforme. Afortunadamente siempre llevo en mi maleta alguno de sus muñecos preferidos. Cuando vio allí a Foqui, su sorpresa fue una sonrisa inmensa.

_ Mira, mientras, te cuida Foqui._ Le dije que la quería mucho. Me dio otro abrazo con beso, de esos que son muy ruidosos y se recostó. Seguía con su enorme sonrisa. Tranquila ya, se abrazó a Foqui y yo salí de la habitación. Cuando regresé para dejar en su mesilla un vaso de agua, ya se había dormido.

Volví a la sala donde se habían quedado Leonor y sus amigos. Hablaban de viajes. Yo para entonces ya no era capaz de seguir ninguna conversación. Ensimismada en mi desazón, sólo podía escuchar. Estaba cansada, triste, acongojada. Yo también me hubiera querido ir a dormir, al lado de mi hija. Pero me quedé allí, al lado de mi educación, y observando la absoluta impostura en que la vida de Leonor se había convertido. No tardamos en ir a la cama. Era ya muy tarde y todos estábamos absolutamente agotados.

Cuando me pude acostar cerca de mi hija busqué su manita caliente. La agarré suavemente y lo único que me salió es llorar. Un llanto sereno, de una tristeza muy honda, y con una necesidad de regreso que pocas veces he sentido de una forma tan intensa. Necesidad de regreso. Lo que más hubiera deseado es estar en mi casa. Añoré mi casa rotundamente. Mientras acariciaba la mano de mi pequeña, me dormí. Cerré los ojos pensando en que mañana a esas horas, el regreso sería ya algo consumado. _Sólo ha sido un mal día_, me dije mientras me dejaba atravesar por la caída en el sueño.

Al día siguiente, con aparente alegría preparamos un suculento desayuno. Lo colocamos todo en la mesa de la sala. No era fácil la conversación en esa mesa. Leonor pasaba por encima de las cosas que le hacían daño. Demasiadas cosas le hacían daño, eso se podía intuir, pero nos hacía creer que no era así, que ante las contradicciones nunca pasaba nada. Me hubiera gustado poder decirle que ese “no pasa nada” que contínuamente me ha retumbado en los oídos desde que llegué, es la certeza rotunda de lo contrario; que sí, que algo está pasando. Y que lo que ocurre es rotundo, demoledor. Que no le gusta y la mantiene contrariada, con ese gesto de tensión en su rostro. Le hubiera dicho que en la vida, cuando es vida, siempre ocurren cosas que nos duelen, y que la vida pasa. De largo. La suya, la mía, la de todos; y que ella es la única de los que allí estábamos que no estaba dispuesta ni a mirarla ni a admitirla tal cual es. Ya no digo contarla, no es necesario contar nada a los demás, pero por lo menos a uno mismo sí. Eso pensaba. En ningún momento dije nada; dejé en silencio la rotundidad de mis palabras. Dejé que se ahogara la sinceridad y me dejé sumergir en el silencio. Algo me decía que lo mejor era callar. Decir algo así sólo se puede soltar si te sostienen la mirada. Y la mirada de Leonor estaba en otra parte. Conseguí que la indiferencia se posara en mi pensamiento. Dejé que mi silencio se posara en la sala y pensé que ya me quedaba muy poquito tiempo para coger el tren; ese tren que me alejaría de este desencuentro. El tren que nos llevaría a casa a mi hija y a mí.

Nunca más he vuelto a saber de Leonor. No sé si en su vida fue capaz de lanzarse libremente a las cosas que pasan, no sé si ha sido capaz de vivir la vida sin sentir la necesidad de manipularla antes. Quiza se atrevió a saltar por encima del muro que la tenía secuestrada, y quizá ahora tenga puesto el traje que verdaderamente le ajuste a su persona. Lo desconozco. No sé nada de Leonor. Nada. Supongo que es una especie de instinto de supervivencia, y sé que no deja de tener un poso de olvido cruel. Hoy, cuando rememoro su presencia, soy yo la que se dice a sí misma que no pasa nada. Que no pasa nada porque me haya olvidado de Leonor aunque a ratos, como hoy, la recuerde.

(...)

"Una persona, en un momento determinado ya no quiere enfrentarse a su alma. La esconde porque tiene miedo de no encontrar ya fuerzas para vivir. (...)
No hace falta que salgas de tu habitación. Solo quédate sentado ante tu mesa y escucha. Ni siquiera hace falta que esperes; simplemente aprende a quedarte callada, quieta y a solas."
Natalia Ginzburg.